Versos Mustios
..."Bebí la ambrosía de los labios de la luna, mientras en mi tumba se escribía el epitafio de los siglos"...
viernes, 13 de enero de 2023
La ciudad vacía (libro de cuentos)
domingo, 13 de noviembre de 2022
Cuento "La inspiración"
En memoria de Alberto Laiseca
La mujer sonríe desde
el escenario, sus ojos brillan e irradian alegría. El silencio despierta y se
inunda el teatro de una solemne espera. De alguna u otra manera, todos saben lo
que viene. Y así empieza.
Al lado mío, un hombre de semblante serio y una mirada un
poco triste, un poco tierna. Un tupido bigote y, en sus gestos, las facciones sombrías que
delatan la experiencia. Sonríe de vez en cuando; entristece su rostro con la
misma facilidad. Sin
embargo, a pesar de admirarlo, mi atención, la suya y la del resto del público
se concentra en la pianista.
Así pasan los segundos, como interpretando una danza. Las
butacas del Colón son colchones de nubes y el techo, un cielo amplio que devora
el sonido de las cuerdas, lo regurgita y lo transforma en un manjar de
melodías. De todos modos, todos los presentes sabemos que no sería lo mismo si
las manos que danzan sobre las teclas no fueran las de la misma Marta Argerich.
Ella tiene su magia y el Colón es la receta.
Después del recital, después de los aplausos y la salida,
otra vez la tristeza. Mi alma es un misterio, una masa de neblinas que nadie
comprende, pero la de aquel hombre que estaba al lado mío era peor, más extraña
y misteriosa. Su tristeza me llamaba y no podía evitarlo.
—Un gran concierto —afirmé
mirándolo a los ojos.
—Marta siempre nos da un gran
concierto —contestó él con una sonrisa complaciente mientras se levantaba.
Caminé a su lado para seguir la conversación y continué con mi discurso.
—Lo admiro, Alberto —le dije
al escritor mientras caminábamos—, pero nunca supe que le gustara la música
clásica.
—La detesto —respondió él con
un gesto firme y despectivo—. Nunca me ha gustado.
La sonrisa volvía a ser complaciente en su cara, pero yo
tenía grandes gestos de sorpresa. Él lo notó, obviamente, y, antes de que
pudiera interrogarlo, me contó su historia.
—Mirá, flaquito, yo estudié
piano cuando era joven. Fueron años muy duros. Años que a veces quisiera
olvidar, pero es evidente que no puedo.
Afuera del teatro, el sol había desaparecido, tragado por el
horizonte, y las
luces de la ciudad parecían las de otro concierto, desafinado por los bocinazos
y los gritos de nuestra porteña Babilonia. Mi sentimiento de nostalgia generaba
una polifonía junto a las palabras de Alberto.
—Diez años de agonía —continuó él—. Entre compases de
amargura, ¡ja, ja, ja! Una tortura. Papá decía que yo tenía manos para ser
pianista, dedos largos y delgados. Las manos de un monstruo. Yo pensaba lo
mismo, pero odiaba aquellas clases aburridas. Mi profesor era un ogro,
disfrutaba cada error que cometía; cada nota errada era una excusa para
denigrarme. A veces, por las noches, yo imaginaba que se escondía debajo de mi
cama y que sus horrendas manos de pianista salían de la oscuridad, me agarraban
de los tobillos y me arrastraban, ¡ja, ja, ja!
Entre risas y toses, Alberto encendió un cigarrillo y
continuó hablando. Yo lo escuchaba entretenido y con sorpresa, mientras
caminábamos por las veredas de un ruinoso Buenos Aires que, por momentos,
parecía enmudecer para escuchar su historia.
—Llegué a odiar a Mozart, maldije a Scriabin. La Quinta
Sinfonía de Beethoven era para mí la quinta tortura, ¡ja, ja, ja! Odié los
pentagramas y las notas. Odié a mi profesor; pero, lo peor de todo, llegué a
odiar a mi padre. Mi único consuelo era interpretar la Marcha fúnebre de
Chopin, imaginando que daba un concierto en su velorio.
Por la mirada del escritor cruzó una profunda sombra que
yo ya conocía. Una tristeza amarga de un odio encarcelado e impotente junto a
los temores de la vida. Pero guardé silencio y él continuó hablando.
—Durante años —dijo gesticulando con las manos—, tuve
pesadillas horrendas que, aún a veces, sigo teniendo. Soñaba que estaba
condenado a tocar infinitamente un piano de cola enorme con miles y miles de
octavas. Yo debía llegar hasta la última tecla. Mis brazos eran los brazos de
un títere; yo no los controlaba, los movía la misma Muerte. La Muerte era
enorme, un titiritero gigante que me manejaba desde arriba y, a su lado, estaba
mi padre, riendo a carcajadas que sonaban como un eco atroz y abominable que
tapaba, incluso, las melodías que mis manos interpretaban. Ese sueño, o esa
pesadilla, cada vez era más y más horrenda. La partitura se transformaba en
enigmática y terrible. Empezaba con negras y, a medida que avanzaba, pululaban
corcheas, semicorcheas y fusas. Pero yo las debía tocar y las tocaba. Cada vez
era más difícil y doloroso, hasta que me daba cuenta de que las notas estaban
escritas con sangre, y no cualquier sangre, sino con la mía. Y las hojas de las
partituras estaban hechas con piel, y no con cualquier piel, sino con la mía.
Entonces, me daba cuenta de que mis brazos estaban pelados: eran solo huesos.
Miraba hacia la izquierda, hacia las notas graves, y veía cómo las cuerdas del
interior del piano se iban cortando y transformándose en horrendas serpientes
que salían por debajo y se devoraban mi carne. También sabía que, cuando
llegara al final, a la última nota, iba a morir.
Suspiró y después le dio otra pitada al pucho antes de
seguir hablando. El aire era más denso que nunca y me daba la sensación de
estar escuchando al mismísimo Roderick Usher a punto de confesar sus terrores.
—Me despertaba horrorizado —continuó Alberto—. Con las
manos entumecidas. Esas largas y horrendas manos de pianista, ¡ja, ja, ja!
Pero, después de un rato, cuando me tranquilizaba y analizaba el sueño, me daba
cuenta de que, desde un principio, desde la primera nota, yo ya estaba muerto.
Por el solo hecho de estar obligado a hacer algo que, con toda mi alma,
detestaba.
—Y... entonces... ¿Por qué sigue viniendo al teatro,
Alberto? —pregunté sorprendido por la historia de aquel hombre misterioso y
rodeado de sombras, que fumaba sin cesar mientras sus ojos parecían los de un
monstruo en cautiverio; quizás, en una cárcel de carne y huesos, de
sentimientos, miedos y desolaciones.
Él me miró con una gran sonrisa decorada con el humo y su
tupido bigote. Levantó los brazos y, con su voz ronca y perspicaz, me dijo:
—Porque los mejores escritores somos grandes masoquistas.
sábado, 14 de mayo de 2022
Owdden y Los Seres De La Oscuridad (Capitulo 1)
“El encuentro”
Todos buscaban un fin, una luz al final del
túnel, quizás alguna señal. Owdden tenía en cuenta que no existía un final para
él, al menos por ahora, pero eso ya no le importaba. En la fría oscuridad de la
noche, el tiempo se alargaba más de lo normal. Él caminaba incansable, con pesados
pasos y sus botas de cuero, por las calles semi desiertas del lugar que había
sido su universo, o su laberinto, el Oscuro Mundo. Allí, su única compañera era
la niebla, como lo había sido durante mucho tiempo, ya era parte de él.
Owdden era rústico. Su ropa vieja, sus
botas, su sombrero de cuero. Ninguna otra arma además de una daga de
probablemente ochocientos años de antigüedad colgando en su cintura, una
reliquia de mango de plata con grabados ornamentales. Su mirada fría, pasiva y
sus sentidos siempre alerta. En su cara no asomaban sonrisas, ya se habían
borrado hace tiempo. Ahora seguía un pálpito, por primera vez su sexto sentido
había despertado en él una esperanza y caminaba tras ella.
En aquel pasaje no existía nada más que su
sombra, proyectada por las tenues luces de la avenida Morb, que emanaba unos
extravagantes faroles de metal forzado que se mantenían encendidos las 24hs ya
que, para aquellas tierras, el sol ya no alumbraba como antes. Los días y las
noches eran casi lo mismo, sólo que las noches a diferencia de los días, eran
muy frías. Él vagaba y veía sólo su sombra, sólo su sombra y algún que otro
gato callejero que paseaba despreocupado cada tanto por aquellas calles.
La noche era joven, y al disiparse la
niebla, las estrellas brillaron imponentes en los altos cielos del Oscuro
Mundo. Él buscaba algo, algo que hace tiempo buscaba, pero no había logrado
encontrar nunca. Algo que era su salvación y que buscaba intensa e
incansablemente, pero no había podido encontrar. Sin embargo, sin saber bien
por qué, tenía el presentimiento de que lo que buscaba estaba demasiado cerca,
más de lo que él creía.
En el medio de la desolada oscuridad escuchó
un doloroso grito, que luego se transformó en un gemido que se desvaneció en el
tiempo. El frío de la noche se intensificaba
cada vez más. Dobló sin titubear la esquina y la vio:
ella estaba ahí, estática, como un fantasma en la aterciopelada oscuridad. Con
el cabello del color del sol que hacía mucho que no conocía aquel mundo.
Sujetaba a un hombre entre sus brazos y la piel de aquella mujer era
extremadamente pálida, pero a él no le sorprendió, su piel era igual.
El hombre que ella sujetaba permanecía
también inmóvil. Cuando pudo vislumbrar lo que en realidad sucedía, se dio
cuenta de que había encontrado algo interesante: ella estaba bebiendo la sangre
de aquel infeliz sujeto.
En ese momento, el mundo fue un silencio.
Owdden permaneció inmóvil frente a ella que, sin dejar de alimentarse, lo miró
fija y atentamente a los ojos. Los ojos de la mujer eran oscuros, completamente
negros, pero demasiado intensos. La víctima cayó consumida sobre el frío suelo
y ella sin muestras de sobresalto ni precaución, con la voz dulce y suave de
una adolescente preguntó:
— ¿Quién eres? —. Después de unos instantes
de silencio agregó —No hueles igual que los demás, y tampoco logro escuchar el
latido de tu corazón, acaso…
Su expresión cambió completamente, sus ojos
se agrandaron y las muecas de su boca desaparecieron. Con sorpresa y asombro
continuó con su pregunta.
— ¿Eres inmortal?
—Mi nombre es Owdden— respondió él— Y juro que hace tiempo que te estaba buscando—. No mentía.
Estaban solos, abrigados por el silencio de
la noche. Respiraban en cámara lenta y suavemente movían sus párpados y
sus labios en una retardada escena de mudo cine inglés.
— ¿Y cómo me encontraste?— preguntó ella totalmente intrigada.
—Viajando, caminando, callejón tras callejón—.
Le mostró una pequeña sonrisa complaciente a la que ella respondió con una
sutil desconfianza. No pudo contener su alimentada ira y la dulce voz se tornó
una desgarrada súplica.
— ¿Y qué es lo que quieres de mí, acaso te sirve
de algo un animal que se alimenta de sangre? ¿Una horrible criatura condenada a
divagar por las sombras durante toda la eternidad? ¡Responde inmortal! ¿Acaso
aliviarás mi sufrimiento?
Él no respondió, sólo se limitó a sonreír.
Su sonrisa se mostró fría y torcida, mientras su mirada se escondía bajo la
sombra del sombrero de cuero que decoraba su cabeza. Era todo lo que necesitaba
escuchar: ella era una más, era una no muerta más como todas las que habían
caído en sus asesinas manos.
Un negro y desprolijo gato llegó al lugar y
fue testigo de todo, sin asustarse, sin aburrirse. Owdden se acercó sin
pensarlo y la tomó fuertemente del cuello con sus gélidas manos y entonces, con
su voz agrietada dijo indiferentemente:
—Te aseguro que acabaré con tu sufrimiento.
Apretó su cuello con todas sus fuerzas,
mientras la cara de la no muerta se llenaba de furia y mostraba sus blancos y
filosos colmillos.
Luchando por su vida, con un gran esfuerzo y
su voz ahogada preguntó: — ¿Por qué quieres acabar con mi vida, inmortal, si
eres de los míos? —. Él levantó su cara y la miró a los ojos. Luego levantó sus
labios superiores lentamente, como si gruñera, y demostrando que sus colmillos
eran normales, sentenció: ¡Gracias al cielo no soy como tú!
Estuvo a punto de acabar con su existencia,
arrancándole la cabeza con su tenaz fortaleza, pero pronto se distrajo
observando más debajo del cuello de la dama, en su desabrigado pecho, y
entonces enmudeció. No eran sus enormes senos lo que lo paralizó, sino el
tatuaje que ella llevaba en uno de ellos. Ese viejo e intrigante tatuaje que ya
había visto tan sólo en dos ocasiones. El tatuaje que cambió el rumbo de su
decisión. Eran letras negras y pronunciadas, una X seguida de una T, ambas
letras con círculos en sus extremidades y un brillo inexorable.
–Az…— dijo el inmortal pensativamente, como si un recuerdo de esperanza hubiera vuelto del pasado para acariciar su alma. Sus ojos se abrieron aún más, mirando un punto fijo en la nada y su expresión fue inocua.
La arrojó con desprecio hacia un costado, en
dónde se encontraba el testigo felino que maulló asustado y se dio a la fuga.
Se encontraron solos en el silencio abrumador. En otro tiempo él no hubiera
querido permanecer demasiado tiempo en ese lugar, las noches en el Oscuro Mundo
no eran para cualquiera, él lo sabía muy bien, pero ya no le preocupaba.
—El tatuaje de tu pecho izquierdo, ¿Qué significa?— Preguntó dándole la espalda y mirando la oscuridad abismal de un callejón sin salida, como quien mira el horizonte, pensativo y abstraído.
— ¿Qué demonios? No es un tatuaje— dijo ella entre toses con su dulce voz— Es una marca de nacimiento y no tiene significado alguno—. La voz de Owdden sonó lejana pero segura al decir que lo imaginaba.
—Estás desquiciado, ¿Sabías?— dijo ella mientras se incorporaba del suelo acariciando su dolorido cuello. No podía entender lo que estaba sucediendo, sabía de la existencia de otras criaturas que merodeaban por el Oscuro Mundo, además de los humanos, pero sólo los vampiros como ella eran inmortales. También era sorprendente el hecho de que aquél extraño, robusto y anticuado hombre que estaba frente a ella superara la fuerza de un no muerto, pero lo más intrigante y preocupante era el hecho que la había querido asesinar, y se había arrepentido.
Las interrogantes se abrieron paso en la
cabeza de la joven vampiresa. ¿Quién es este extraño? ¿Por qué caza vampiros?
¿Habrá acabado con todos los vampiros que yo estuve tratando de encontrar
durante años? ¿Por qué no me mató? Todo el torbellino de preguntas en su cabeza
se difumó, aunque en realidad se intensificó hasta un punto que parecía haber
desaparecido convirtiéndose en un solo e inmenso desentendimiento cuando el
hombre barbudo vestido de botas y chaqueta de cuero pronunció un nombre. No
cualquier nombre, un nombre muy, muy especial.
—Bianca.
Su voz era serena. Giró su rostro lentamente
hacia ella y repitió, pero esta vez en forma de pregunta.
— ¿Bianca?
Ella se entumeció. Hacía muchos
años, tantos que ella no sabría exactamente cuándo fue la última vez que alguien había pronunciado su nombre.
Casi había olvidado que alguna vez, había tenido un nombre y que ese nombre era
hermoso, era Bianca.
— ¿Co... ¿Cómo es que sabes mi nombre? ¡¿Quién demonios eres?!— Su voz volvía a salir de su aniñada dulzura para convertirse en un feroz alarido. Él no se conmovió.
—Eres fácilmente alterable, ¿Lo sabías? —.
Bianca, no supo si sonreír o enfadarse, ante la duda, no hizo ninguna
de las dos cosas, sólo espero una respuesta. —Tienes mucho para saber, pequeña
—. Dijo Owdden mirando profundamente los negros ojos de aquella quebrantable no
muerta y luego, mirando todo el oscuro paisaje de alrededor, agregó—. Pero no
aquí. Este lugar es peligroso... incluso para los inmortales.
EN WATTPAD: https://www.wattpad.com/story/310584552-owdden-y-los-seres-de-la-oscuridad
miércoles, 9 de diciembre de 2020
Tengo
viernes, 17 de agosto de 2018
Será el Apocalipsis
del alma que jamás se le despega
las aguas que Caronte fiel navega
el mundo inundarán. Cuando reencarne
el rey de los inviernos con su amada
Perséfone abatida, la robada
muchacha que ascendía en primaveras,
por siempre marchitando en las primeras
pisadas del otoño irán sus rostros.
Perdido eternamente entre las guerras
del mundo sepultado que nos come
camina aquél ejército de monstruos,
del fondo del abismo hacia las tierras.
El fin comenzará cuando se asome.
lunes, 6 de agosto de 2018
Soledades tan perfectas
Azules pensamientos se marchitan
en ésta soledad desorbitada.
La luna se durmió, desorientada;
silencios que las noches precipitan.
¿Y dónde está el amor? Si necesitan
motivos: tengo el alma disecada,
un sueño baladí, desdibujada
la cara y la razón me la debitan.
Las nubes que reflejan mi tristeza
pronto me llorarán, como si nada
pudiera detener éste angustioso
sentido del dolor, en mi cabeza
no existe más lugar para la ansiada
historia del amor no doloroso.
miércoles, 1 de agosto de 2018
Lluvias
Bajo la sombra oscura de tu llanto
se escurren las sonrisas que en las lluvias
pasadas relucían sin penurias,
más ahora se retuercen del espanto.
La hiel devorará todo el encanto
guardado en tu mirada seductora
que bien me iluminó; pero que ahora
desgarra en refucilos. Me amedranto.
Abriste sin temor esta tormenta,
sentiste el torbellino haciendo daño
y anclaste sin temerle a la marea.
Si causa soy, mujer, de tu hambrienta
y fiera pesadilla, no sea extraño
que ciego el corazón ya no me vea.
jueves, 26 de julio de 2018
Después del accidente
domingo, 22 de julio de 2018
La pianista
martes, 17 de julio de 2018
Si te amo, me condeno
Si he de soñarte es mía la desdicha.
Contenta al corazón toda esperanza,
aún más si es en tu piel donde descansa
la idea de encontrarme con la dicha.
Si he de soñarte es mío el desencanto
de hallarme en un abismo en el buscarte,
tener desilusión como estandarte
y ahogarme el corazón en este espanto.
Si sueño con tenerte me condeno
a ser un desgraciado en mis visiones
y hacer de esta ilusión un cruel veneno.
Más siempre perderé mis corazones
y siempre mi calor será el ajeno
en cada renacer de mis pasiones.
viernes, 16 de septiembre de 2016
Vivir
martes, 13 de septiembre de 2016
Guerra
viernes, 9 de septiembre de 2016
Corazones yermos
lunes, 5 de septiembre de 2016
Un creyente (George Loring Frost)
Al caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo:
-Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?
-Yo no -respondió el otro-. ¿Y usted?
-Yo sí -dijo el primero, y desapareció.
FIN
NOTA: George Loring Frost nació, supuestamente, en Brentford, Inglaterra, en 1887, y este cuento, supuestamente, pertenece a su libro Memorabilia (1923). Y fue incluido en la Antología de la literatura fantástica, de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo [Bogotá, Editorial Sudamericana, 1994].
Pero todo parece otra bella jugada borgiana: Frost no aparece en la literatura inglesa y, en cambio, tiene las mismas iniciales del nombre de Borges; los títulos que le atribuye a Frost son típicos del léxico borgiano, incluido aquel de donde dice haberlo tomado, Memorabilia. Y, finalmente, Borges no le colocó fecha de muerte a Frost, siendo tan riguroso en sus notas. Otro misterio.