domingo, 13 de noviembre de 2022

Cuento "La inspiración"

 


En memoria de Alberto Laiseca



            La mujer sonríe desde el escenario, sus ojos brillan e irradian alegría. El silencio despierta y se inunda el teatro de una solemne espera. De alguna u otra manera, todos saben lo que viene. Y así empieza.

            Al lado mío, un hombre de semblante serio y una mirada un poco triste, un poco tierna. Un tupido bigote y, en sus gestos, las facciones sombrías que delatan la experiencia. Sonríe de vez en cuando; entristece su rostro con la misma facilidad. Sin embargo, a pesar de admirarlo, mi atención, la suya y la del resto del público se concentra en la pianista.

            Así pasan los segundos, como interpretando una danza. Las butacas del Colón son colchones de nubes y el techo, un cielo amplio que devora el sonido de las cuerdas, lo regurgita y lo transforma en un manjar de melodías. De todos modos, todos los presentes sabemos que no sería lo mismo si las manos que danzan sobre las teclas no fueran las de la misma Marta Argerich. Ella tiene su magia y el Colón es la receta.

            Después del recital, después de los aplausos y la salida, otra vez la tristeza. Mi alma es un misterio, una masa de neblinas que nadie comprende, pero la de aquel hombre que estaba al lado mío era peor, más extraña y misteriosa. Su tristeza me llamaba y no podía evitarlo.

—Un gran concierto —afirmé mirándolo a los ojos.

—Marta siempre nos da un gran concierto —contestó él con una sonrisa complaciente mientras se levantaba. Caminé a su lado para seguir la conversación y continué con mi discurso.

—Lo admiro, Alberto —le dije al escritor mientras caminábamos—, pero nunca supe que le gustara la música clásica.

—La detesto —respondió él con un gesto firme y despectivo—. Nunca me ha gustado.

            La sonrisa volvía a ser complaciente en su cara, pero yo tenía grandes gestos de sorpresa. Él lo notó, obviamente, y, antes de que pudiera interrogarlo, me contó su historia.

—Mirá, flaquito, yo estudié piano cuando era joven. Fueron años muy duros. Años que a veces quisiera olvidar, pero es evidente que no puedo.

            Afuera del teatro, el sol había desaparecido, tragado por el horizonte, y las luces de la ciudad parecían las de otro concierto, desafinado por los bocinazos y los gritos de nuestra porteña Babilonia. Mi sentimiento de nostalgia generaba una polifonía junto a las palabras de Alberto.

            —Diez años de agonía —continuó él—. Entre compases de amargura, ¡ja, ja, ja! Una tortura. Papá decía que yo tenía manos para ser pianista, dedos largos y delgados. Las manos de un monstruo. Yo pensaba lo mismo, pero odiaba aquellas clases aburridas. Mi profesor era un ogro, disfrutaba cada error que cometía; cada nota errada era una excusa para denigrarme. A veces, por las noches, yo imaginaba que se escondía debajo de mi cama y que sus horrendas manos de pianista salían de la oscuridad, me agarraban de los tobillos y me arrastraban, ¡ja, ja, ja!

            Entre risas y toses, Alberto encendió un cigarrillo y continuó hablando. Yo lo escuchaba entretenido y con sorpresa, mientras caminábamos por las veredas de un ruinoso Buenos Aires que, por momentos, parecía enmudecer para escuchar su historia.

            —Llegué a odiar a Mozart, maldije a Scriabin. La Quinta Sinfonía de Beethoven era para mí la quinta tortura, ¡ja, ja, ja! Odié los pentagramas y las notas. Odié a mi profesor; pero, lo peor de todo, llegué a odiar a mi padre. Mi único consuelo era interpretar la Marcha fúnebre de Chopin, imaginando que daba un concierto en su velorio.

            Por la mirada del escritor cruzó una profunda sombra que yo ya conocía. Una tristeza amarga de un odio encarcelado e impotente junto a los temores de la vida. Pero guardé silencio y él continuó hablando.

            —Durante años —dijo gesticulando con las manos—, tuve pesadillas horrendas que, aún a veces, sigo teniendo. Soñaba que estaba condenado a tocar infinitamente un piano de cola enorme con miles y miles de octavas. Yo debía llegar hasta la última tecla. Mis brazos eran los brazos de un títere; yo no los controlaba, los movía la misma Muerte. La Muerte era enorme, un titiritero gigante que me manejaba desde arriba y, a su lado, estaba mi padre, riendo a carcajadas que sonaban como un eco atroz y abominable que tapaba, incluso, las melodías que mis manos interpretaban. Ese sueño, o esa pesadilla, cada vez era más y más horrenda. La partitura se transformaba en enigmática y terrible. Empezaba con negras y, a medida que avanzaba, pululaban corcheas, semicorcheas y fusas. Pero yo las debía tocar y las tocaba. Cada vez era más difícil y doloroso, hasta que me daba cuenta de que las notas estaban escritas con sangre, y no cualquier sangre, sino con la mía. Y las hojas de las partituras estaban hechas con piel, y no con cualquier piel, sino con la mía. Entonces, me daba cuenta de que mis brazos estaban pelados: eran solo huesos. Miraba hacia la izquierda, hacia las notas graves, y veía cómo las cuerdas del interior del piano se iban cortando y transformándose en horrendas serpientes que salían por debajo y se devoraban mi carne. También sabía que, cuando llegara al final, a la última nota, iba a morir.

            Suspiró y después le dio otra pitada al pucho antes de seguir hablando. El aire era más denso que nunca y me daba la sensación de estar escuchando al mismísimo Roderick Usher a punto de confesar sus terrores.

            —Me despertaba horrorizado —continuó Alberto—. Con las manos entumecidas. Esas largas y horrendas manos de pianista, ¡ja, ja, ja! Pero, después de un rato, cuando me tranquilizaba y analizaba el sueño, me daba cuenta de que, desde un principio, desde la primera nota, yo ya estaba muerto. Por el solo hecho de estar obligado a hacer algo que, con toda mi alma, detestaba.

            —Y... entonces... ¿Por qué sigue viniendo al teatro, Alberto? —pregunté sorprendido por la historia de aquel hombre misterioso y rodeado de sombras, que fumaba sin cesar mientras sus ojos parecían los de un monstruo en cautiverio; quizás, en una cárcel de carne y huesos, de sentimientos, miedos y desolaciones.

            Él me miró con una gran sonrisa decorada con el humo y su tupido bigote. Levantó los brazos y, con su voz ronca y perspicaz, me dijo:

            —Porque los mejores escritores somos grandes masoquistas.



Cuento premiado con "segunda mención de honor" por la Asociación Siciliana Zona Norte (2022)


sábado, 14 de mayo de 2022

Owdden y Los Seres De La Oscuridad (Capitulo 1)

 


“El encuentro”


  Todos buscaban un fin, una luz al final del túnel, quizás alguna señal. Owdden tenía en cuenta que no existía un final para él, al menos por ahora, pero eso ya no le importaba. En la fría oscuridad de la noche, el tiempo se alargaba más de lo normal. Él caminaba incansable, con pesados pasos y sus botas de cuero, por las calles semi desiertas del lugar que había sido su universo, o su laberinto, el Oscuro Mundo. Allí, su única compañera era la niebla, como lo había sido durante mucho tiempo, ya era parte de él.

   Owdden era rústico. Su ropa vieja, sus botas, su sombrero de cuero. Ninguna otra arma además de una daga de probablemente ochocientos años de antigüedad colgando en su cintura, una reliquia de mango de plata con grabados ornamentales. Su mirada fría, pasiva y sus sentidos siempre alerta. En su cara no asomaban sonrisas, ya se habían borrado hace tiempo. Ahora seguía un pálpito, por primera vez su sexto sentido había despertado en él una esperanza y caminaba tras ella.

   En aquel pasaje no existía nada más que su sombra, proyectada por las tenues luces de la avenida Morb, que emanaba unos extravagantes faroles de metal forzado que se mantenían encendidos las 24hs ya que, para aquellas tierras, el sol ya no alumbraba como antes. Los días y las noches eran casi lo mismo, sólo que las noches a diferencia de los días, eran muy frías. Él vagaba y veía sólo su sombra, sólo su sombra y algún que otro gato callejero que paseaba despreocupado cada tanto por aquellas calles.

   La noche era joven, y al disiparse la niebla, las estrellas brillaron imponentes en los altos cielos del Oscuro Mundo. Él buscaba algo, algo que hace tiempo buscaba, pero no había logrado encontrar nunca. Algo que era su salvación y que buscaba intensa e incansablemente, pero no había podido encontrar. Sin embargo, sin saber bien por qué, tenía el presentimiento de que lo que buscaba estaba demasiado cerca, más de lo que él creía.

   En el medio de la desolada oscuridad escuchó un doloroso grito, que luego se transformó en un gemido que se desvaneció en el tiempo. El frío de la noche se intensificaba cada vez más. Dobló sin titubear la esquina y la vio: ella estaba ahí, estática, como un fantasma en la aterciopelada oscuridad. Con el cabello del color del sol que hacía mucho que no conocía aquel mundo. Sujetaba a un hombre entre sus brazos y la piel de aquella mujer era extremadamente pálida, pero a él no le sorprendió, su piel era igual.

   El hombre que ella sujetaba permanecía también inmóvil. Cuando pudo vislumbrar lo que en realidad sucedía, se dio cuenta de que había encontrado algo interesante: ella estaba bebiendo la sangre de aquel infeliz sujeto.

   En ese momento, el mundo fue un silencio. Owdden permaneció inmóvil frente a ella que, sin dejar de alimentarse, lo miró fija y atentamente a los ojos. Los ojos de la mujer eran oscuros, completamente negros, pero demasiado intensos. La víctima cayó consumida sobre el frío suelo y ella sin muestras de sobresalto ni precaución, con la voz dulce y suave de una adolescente preguntó:

   — ¿Quién eres? —. Después de unos instantes de silencio agregó —No hueles igual que los demás, y tampoco logro escuchar el latido de tu corazón, acaso…

   Su expresión cambió completamente, sus ojos se agrandaron y las muecas de su boca desaparecieron. Con sorpresa y asombro continuó con su pregunta.

   — ¿Eres inmortal?

   —Mi nombre es Owdden respondió él— Y juro que hace tiempo que te estaba buscando—. No mentía.

   Estaban solos, abrigados por el silencio de la noche. Respiraban en cámara lenta y suavemente movían sus párpados y sus labios en una retardada escena de mudo cine inglés.

   — ¿Y cómo me encontraste? preguntó ella totalmente intrigada.

   —Viajando, caminando, callejón tras callejón—. Le mostró una pequeña sonrisa complaciente a la que ella respondió con una sutil desconfianza. No pudo contener su alimentada ira y la dulce voz se tornó una desgarrada súplica.

  — ¿Y qué es lo que quieres de mí, acaso te sirve de algo un animal que se alimenta de sangre? ¿Una horrible criatura condenada a divagar por las sombras durante toda la eternidad? ¡Responde inmortal! ¿Acaso aliviarás mi sufrimiento?

   Él no respondió, sólo se limitó a sonreír. Su sonrisa se mostró fría y torcida, mientras su mirada se escondía bajo la sombra del sombrero de cuero que decoraba su cabeza. Era todo lo que necesitaba escuchar: ella era una más, era una no muerta más como todas las que habían caído en sus asesinas manos.

   Un negro y desprolijo gato llegó al lugar y fue testigo de todo, sin asustarse, sin aburrirse. Owdden se acercó sin pensarlo y la tomó fuertemente del cuello con sus gélidas manos y entonces, con su voz agrietada dijo indiferentemente:

    —Te aseguro que acabaré con tu sufrimiento.

    Apretó su cuello con todas sus fuerzas, mientras la cara de la no muerta se llenaba de furia y mostraba sus blancos y filosos colmillos.

   Luchando por su vida, con un gran esfuerzo y su voz ahogada preguntó: — ¿Por qué quieres acabar con mi vida, inmortal, si eres de los míos? —. Él levantó su cara y la miró a los ojos. Luego levantó sus labios superiores lentamente, como si gruñera, y demostrando que sus colmillos eran normales, sentenció: ¡Gracias al cielo no soy como tú!

   Estuvo a punto de acabar con su existencia, arrancándole la cabeza con su tenaz fortaleza, pero pronto se distrajo observando más debajo del cuello de la dama, en su desabrigado pecho, y entonces enmudeció. No eran sus enormes senos lo que lo paralizó, sino el tatuaje que ella llevaba en uno de ellos. Ese viejo e intrigante tatuaje que ya había visto tan sólo en dos ocasiones. El tatuaje que cambió el rumbo de su decisión. Eran letras negras y pronunciadas, una X seguida de una T, ambas letras con círculos en sus extremidades y un brillo inexorable.

   –Az… dijo el inmortal pensativamente, como si un recuerdo de esperanza hubiera vuelto del pasado para acariciar su alma. Sus ojos se abrieron aún más, mirando un punto fijo en la nada y su expresión fue inocua.

   La arrojó con desprecio hacia un costado, en dónde se encontraba el testigo felino que maulló asustado y se dio a la fuga. Se encontraron solos en el silencio abrumador. En otro tiempo él no hubiera querido permanecer demasiado tiempo en ese lugar, las noches en el Oscuro Mundo no eran para cualquiera, él lo sabía muy bien, pero ya no le preocupaba.

   —El tatuaje de tu pecho izquierdo, ¿Qué significa? Preguntó dándole la espalda y mirando la oscuridad abismal de un callejón sin salida, como quien mira el horizonte, pensativo y abstraído.

   — ¿Qué demonios? No es un tatuaje dijo ella entre toses con su dulce voz Es una marca de nacimiento y no tiene significado alguno—. La voz de Owdden sonó lejana pero segura al decir que lo imaginaba.

   —Estás desquiciado, ¿Sabías? dijo ella mientras se incorporaba del suelo acariciando su dolorido cuello. No podía entender lo que estaba sucediendo, sabía de la existencia de otras criaturas que merodeaban por el Oscuro Mundo, además de los humanos, pero sólo los vampiros como ella eran inmortales. También era sorprendente el hecho de que aquél extraño, robusto y anticuado hombre que estaba frente a ella superara la fuerza de un no muerto, pero lo más intrigante y preocupante era el hecho que la había querido asesinar, y se había arrepentido.

   Las interrogantes se abrieron paso en la cabeza de la joven vampiresa. ¿Quién es este extraño? ¿Por qué caza vampiros? ¿Habrá acabado con todos los vampiros que yo estuve tratando de encontrar durante años? ¿Por qué no me mató? Todo el torbellino de preguntas en su cabeza se difumó, aunque en realidad se intensificó hasta un punto que parecía haber desaparecido convirtiéndose en un solo e inmenso desentendimiento cuando el hombre barbudo vestido de botas y chaqueta de cuero pronunció un nombre. No cualquier nombre, un nombre muy, muy especial.

   —Bianca.

   Su voz era serena. Giró su rostro lentamente hacia ella y repitió, pero esta vez en forma de pregunta.

   — ¿Bianca?

   Ella se entumeció. Hacía muchos años, tantos que ella no sabría exactamente cuándo fue la última vez que alguien había pronunciado su nombre. Casi había olvidado que alguna vez, había tenido un nombre y que ese nombre era hermoso, era Bianca.

   — ¿Co... ¿Cómo es que sabes mi nombre? ¡¿Quién demonios eres?! Su voz volvía a salir de su aniñada dulzura para convertirse en un feroz alarido. Él no se conmovió.

   —Eres fácilmente alterable, ¿Lo sabías? —. Bianca, no supo si sonreír o enfadarse, ante la duda, no hizo ninguna de las dos cosas, sólo espero una respuesta. —Tienes mucho para saber, pequeña —. Dijo Owdden mirando profundamente los negros ojos de aquella quebrantable no muerta y luego, mirando todo el oscuro paisaje de alrededor, agregó—. Pero no aquí. Este lugar es peligroso... incluso para los inmortales. 


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