En memoria de Alberto Laiseca
La mujer sonríe desde
el escenario, sus ojos brillan e irradian alegría. El silencio despierta y se
inunda el teatro de una solemne espera. De alguna u otra manera, todos saben lo
que viene. Y así empieza.
Al lado mío, un hombre de semblante serio y una mirada un
poco triste, un poco tierna. Un tupido bigote y, en sus gestos, las facciones sombrías que
delatan la experiencia. Sonríe de vez en cuando; entristece su rostro con la
misma facilidad. Sin
embargo, a pesar de admirarlo, mi atención, la suya y la del resto del público
se concentra en la pianista.
Así pasan los segundos, como interpretando una danza. Las
butacas del Colón son colchones de nubes y el techo, un cielo amplio que devora
el sonido de las cuerdas, lo regurgita y lo transforma en un manjar de
melodías. De todos modos, todos los presentes sabemos que no sería lo mismo si
las manos que danzan sobre las teclas no fueran las de la misma Marta Argerich.
Ella tiene su magia y el Colón es la receta.
Después del recital, después de los aplausos y la salida,
otra vez la tristeza. Mi alma es un misterio, una masa de neblinas que nadie
comprende, pero la de aquel hombre que estaba al lado mío era peor, más extraña
y misteriosa. Su tristeza me llamaba y no podía evitarlo.
—Un gran concierto —afirmé
mirándolo a los ojos.
—Marta siempre nos da un gran
concierto —contestó él con una sonrisa complaciente mientras se levantaba.
Caminé a su lado para seguir la conversación y continué con mi discurso.
—Lo admiro, Alberto —le dije
al escritor mientras caminábamos—, pero nunca supe que le gustara la música
clásica.
—La detesto —respondió él con
un gesto firme y despectivo—. Nunca me ha gustado.
La sonrisa volvía a ser complaciente en su cara, pero yo
tenía grandes gestos de sorpresa. Él lo notó, obviamente, y, antes de que
pudiera interrogarlo, me contó su historia.
—Mirá, flaquito, yo estudié
piano cuando era joven. Fueron años muy duros. Años que a veces quisiera
olvidar, pero es evidente que no puedo.
Afuera del teatro, el sol había desaparecido, tragado por el
horizonte, y las
luces de la ciudad parecían las de otro concierto, desafinado por los bocinazos
y los gritos de nuestra porteña Babilonia. Mi sentimiento de nostalgia generaba
una polifonía junto a las palabras de Alberto.
—Diez años de agonía —continuó él—. Entre compases de
amargura, ¡ja, ja, ja! Una tortura. Papá decía que yo tenía manos para ser
pianista, dedos largos y delgados. Las manos de un monstruo. Yo pensaba lo
mismo, pero odiaba aquellas clases aburridas. Mi profesor era un ogro,
disfrutaba cada error que cometía; cada nota errada era una excusa para
denigrarme. A veces, por las noches, yo imaginaba que se escondía debajo de mi
cama y que sus horrendas manos de pianista salían de la oscuridad, me agarraban
de los tobillos y me arrastraban, ¡ja, ja, ja!
Entre risas y toses, Alberto encendió un cigarrillo y
continuó hablando. Yo lo escuchaba entretenido y con sorpresa, mientras
caminábamos por las veredas de un ruinoso Buenos Aires que, por momentos,
parecía enmudecer para escuchar su historia.
—Llegué a odiar a Mozart, maldije a Scriabin. La Quinta
Sinfonía de Beethoven era para mí la quinta tortura, ¡ja, ja, ja! Odié los
pentagramas y las notas. Odié a mi profesor; pero, lo peor de todo, llegué a
odiar a mi padre. Mi único consuelo era interpretar la Marcha fúnebre de
Chopin, imaginando que daba un concierto en su velorio.
Por la mirada del escritor cruzó una profunda sombra que
yo ya conocía. Una tristeza amarga de un odio encarcelado e impotente junto a
los temores de la vida. Pero guardé silencio y él continuó hablando.
—Durante años —dijo gesticulando con las manos—, tuve
pesadillas horrendas que, aún a veces, sigo teniendo. Soñaba que estaba
condenado a tocar infinitamente un piano de cola enorme con miles y miles de
octavas. Yo debía llegar hasta la última tecla. Mis brazos eran los brazos de
un títere; yo no los controlaba, los movía la misma Muerte. La Muerte era
enorme, un titiritero gigante que me manejaba desde arriba y, a su lado, estaba
mi padre, riendo a carcajadas que sonaban como un eco atroz y abominable que
tapaba, incluso, las melodías que mis manos interpretaban. Ese sueño, o esa
pesadilla, cada vez era más y más horrenda. La partitura se transformaba en
enigmática y terrible. Empezaba con negras y, a medida que avanzaba, pululaban
corcheas, semicorcheas y fusas. Pero yo las debía tocar y las tocaba. Cada vez
era más difícil y doloroso, hasta que me daba cuenta de que las notas estaban
escritas con sangre, y no cualquier sangre, sino con la mía. Y las hojas de las
partituras estaban hechas con piel, y no con cualquier piel, sino con la mía.
Entonces, me daba cuenta de que mis brazos estaban pelados: eran solo huesos.
Miraba hacia la izquierda, hacia las notas graves, y veía cómo las cuerdas del
interior del piano se iban cortando y transformándose en horrendas serpientes
que salían por debajo y se devoraban mi carne. También sabía que, cuando
llegara al final, a la última nota, iba a morir.
Suspiró y después le dio otra pitada al pucho antes de
seguir hablando. El aire era más denso que nunca y me daba la sensación de
estar escuchando al mismísimo Roderick Usher a punto de confesar sus terrores.
—Me despertaba horrorizado —continuó Alberto—. Con las
manos entumecidas. Esas largas y horrendas manos de pianista, ¡ja, ja, ja!
Pero, después de un rato, cuando me tranquilizaba y analizaba el sueño, me daba
cuenta de que, desde un principio, desde la primera nota, yo ya estaba muerto.
Por el solo hecho de estar obligado a hacer algo que, con toda mi alma,
detestaba.
—Y... entonces... ¿Por qué sigue viniendo al teatro,
Alberto? —pregunté sorprendido por la historia de aquel hombre misterioso y
rodeado de sombras, que fumaba sin cesar mientras sus ojos parecían los de un
monstruo en cautiverio; quizás, en una cárcel de carne y huesos, de
sentimientos, miedos y desolaciones.
Él me miró con una gran sonrisa decorada con el humo y su
tupido bigote. Levantó los brazos y, con su voz ronca y perspicaz, me dijo:
—Porque los mejores escritores somos grandes masoquistas.